miércoles, 18 de enero de 2012

MERLIN..SEÑOR DEL BOSQUE MISTERIOSO




 Y en el mar de la madera y las ramas vagan las espumas de la sabiduría. Sabio es quien busca la sabiduría. Pero, aun más quien es fiel a ella luego de su revelación. En su persecución del Grial, los caballeros de Arturo son movidos por el deseo de rubíes espirituales. Sus armaduras anhelan reverberar con un sol aún oculto.

   El caballero andante penetra con determinación en el bosque oscuro para hallar el fuego primordial.

   Pero, para la búsqueda caballeresca, las enramadas mallas de árboles son un lugar de tránsito, las sendas del viaje hacia el santuario, el nemeton, donde el Grial recibe lo sagrado. El caballero no vive en el bosque. Es una pasión que surca, veloz y cautelosa, el universo vegetal con el deseo de desvanecerse en una luz celeste, o de regresar a la ciudad o el castillo fortificado.

  Quien vive en bosque es el que respira dentro de la sabiduría. De una sabiduría  encontrada. Y el que vive en el bosque celta es el el druida. Y su arquetipo esencial: Merlín.  

   La leyenda que se plasma en torno a la mágica persona de Merlín lo imagina como hijo de una joven piadosa y de un demonio íncubo. Su naturaleza se compone de dos corrientes: la claridad del bien que le viene de su madre; y la espesura oscura del mal, que le dispensa su padre. Los opuestos viven en Merlín y se reconcilian en él. El mago así refleja la totalidad que integra y supera las oposiciones. De esta manera, la realidad es una para el solitario habitante del bosque. Y, en el centro del círculo único de lo real, arde el claro, en el bosque, el santuario, el nemeton y su sabiduría secreta.

  Merlín puede guiar a los caballeros del Rey Arturo hacia la misteriosa fuente del saber. Pero él no necesita ir hacia la fuente. Porque ya la ha sondeado, experimentado.

   Merlín posee el don de la doble visión. Es capaz del ver distinto del mero observar. El ver como destello luminoso que nace de los ojos y, luego, atraviesa las formas y penetra en lo imperceptible, lo invisible. Merlín es entonces druida, vidente. Druida: denominación procedente del antiguo céltico druwides, que se descompone en dos elementos; el prefijo superlativo, que deriva del adverbio francés tres "muy" y el término wid, de una raíz indoeuropea que ha dado el griego ideain, "ver", el latino videre "ver, saber". Así, Merlín, el archidruida, y el resto de los druidas, son los "muy videntes", los "muy sabios".

  Plinio el Viejo difundió también la opinión de que el nombre druida procedía de la denominación del roble en griego, drus. Y Plinio el Viejo asegura también, en su Historia natural, que: "Los druidas no tienen nada más sagrado que el muérdago y el árbol que lo sostiene, suponiendo siempre que este árbol es un roble". El druida liga su conocimiento extraño con el bosque y el árbol, el roble en particular, y el muérdago que crece en él. El muérdago es una de las plantas más antiguas del planeta. Es parasitaria, vive de la savia de los árboles. Vive de la liquidez nutritiva del roble. Lo que coincide con su denominación en el dialecto de Vannes, en el siglo XVII, donde se llama al muérdago deur derhue "agua de roble".

   Plinio también habla del famoso ritual de recolección de muérdago de los druidas.

  El muérdago es cortado por el sabio celta en condiciones particulares: debe ser extraído el sexto día de la luna, cuando la vitalidad de los rayos lunares está en su fase ascendente.  Luego, el druida corta la planta que se nutre del roble con una hoz de oro mientras viste un traje blanco. El oro de la hoz remite al simbolismo áureo, a lo dorado, esplendente, la viva irradiación de la luz y el ser. La hoz se liga, por su semejanza, con la figura arqueada y cambiante de las fases lunares. Es signo de la luna creciente, de la potencia sutil celeste, que crece, se propaga. En la hoz lunar y el oro solar que la recubre se unen simbólicamente, el sol y la luna, la fuerza celeste masculina y femenina. Unión que es umbral o anticipación de una revelación posterior que bulle en el centro mismo del rito.

   Y el druida, enfundado en su vestimenta blanca, señal de pureza, y mediante el auxilio de fuerzas celestes, recoge el muérdago, se funde con él. Es como la planta recogida. Al recolectar muérdago, el sacerdote celta afirma su propia esencia: vive del roble, como la planta removida por la hoz de relumbres dorados.

  Y el roble es el árbol que, en la mentalidad céltica, actualiza el arquetipo del axis mundis, del centro del mundo, desde donde brota el magma divino.

   El roble es manifestación de la divinidad circundada, protegida, acogida por el bosque. El druida, Merlín, es el vidente cuyo conocimiento de lo sagrado viene de su vivir en el roble, en el corazón creador de lo real.

  El druida Merlín es el que ve y se nutre del roble divino. Merlín habita entonces en el claro, en el santuario, nemeton, en el diamantino paraje donde manan todas las fuerzas y donde se concentran los pliegues del mundo: lo celeste circular y la tierra horizontal.

  Merlín puede poner a los caballeros en busca del claro y su nueva figura: el roble. Pero no debe viajar hacia allí porque él ya es en el claro. O más exactamente, Merlín, el druida, el que vive y ve desde el roble, ya ha realizado el viaje a través de las espirales.

   La espiral late desde la lejanía prehistórica. Cubrió multitud de piedras y, quizá, acompañó cercanos y desvanecidos ritos. La espiral alude a la posición fetal en la matriz. Desde allí, la futura vida debe desenroscarse lentamente para trascender la interioridad oscura del vientre y emerger al mundo exterior, al espacio común de los seres. El lugar desde el cual la espiral se desenlaza es un centro original emparentado en la tradición céltica con un huevo. Un huevo primordial, un embrión de oro.

    Plinio el Viejo menciona la presunta creencia de los druidas en un huevo especial que es el resultado del entrecruzamiento de numerosas serpientes enrolladas. La secreción de los cuerpos de reptil entrelazados creaba el huevo de serpiente. Un huevo que precisa ser robado mediante una maniobra cargada de peligro. Luego de obtenerlo, el raptor debe dirigirse presuroso a un río. Si logra atravesarlo, cesara toda amenaza de ser capturado por las serpientes que lo persiguen.

   En su unión, los reptiles crean figuras espiraladas. Caminos en espiral que conducen al centro, al huevo, a la fuente del saber que es difícil encontrar y conquistar. La espiral es el sendero hacia el huevo que contiene la vida, la potencialidad de la vida aún no manifestada. Las espirales construyen una paradójica senda que es un avanzar hacia el centro y, al mismo tiempo, un volver desde allí.

   Desde los comienzos de su cultura, con las civilizaciones de Hallstatt y La Tene, los celtas convirtieron a la espiral en su símbolo esencial. Pero el genio céltico une el devenir sinuoso de las espirales. Las triplica. Así imaginan el triskell en breton: tres espirales que giran en derredor del eje de un círculo imaginario. La triplicación de la espiral posee una envergadura universal. Con su carácter ternario, la espiral danza también en China o en la India. La céltica espiral trinitaria se entreteje con la noción mítica de las Tríadas. Con las tres morias, y las tres nornas, las diosas regentes del destino en las tradiciones griega y germánica respectivamente. Numerosas estatuillas de diosas galas exhiben rostros trinitarios. El tres remite también al trébol, el trifolium, la planta de tres hojas, emblema de la Irlanda celta. Y el tres es la superación de la dualidad, o el rayo triangular solar, de tres lados, que desciende desde el cielo. El tres se refiere también a la tópica de los elementos naturales esenciales: aire, agua, y tierra. Y el cuarto elemento, el fuego, actúa como espíritu que mueve, vivifica al resto. El triskell de los celtas pudo encontrar así rápidas afinidades con el dogma trinitario cristiano del dios que es tres personas y una a la vez.

     Como en otros tantos caminos ancestrales, en el final del sendero de la triple espiral, se halla la percepción nítida y vivaz de la unidad y de la vida y su origen a partir de un incandescente núcleo de energía concentrada.

   El druida, Merlín,  ya ha recorrido el viaje de las tres espirales.

  Y ahora vive desde el roble y junto a la vida del bosque. En su hogar de árboles, Merlín comunica sus meditaciones al ermitaño Blaise. Blaise, es palabra bretona bleiz (bleidd en galés), que se traduce como "lobo". El animal de los aullidos es creatura independiente, libre, salvaje, pero que, como Blaise, respeta la autoridad del viejo sabio Merlín. Merlín es así el Señor de los Animales Salvajes. Puede sujetar al animal y al mismo tiempo comprenderlo, protegerlo, y entablar comunicación con él.

   Merlín es de esta manera druida-chamán que regresa a la perdida aurora del tiempo mítico, cuando hombres y animales compartían un mismo lenguaje. El sabio celta vuelve al instante matinal en el que el animal y el humano constituían una comunidad y no dos especies separadas y contrapuestas.

    Y Merlín es quien aún habla el lenguaje de las pájaros. Lenguaje que no es el de las cantoras voces de las aves, sino el de la expresión, el decir, de  una realidad divina, única, que crea al hombre y el animal dentro de un único anillo.

   Y en el mundo único, que une a hombres y animales, resuena la cabalgata de los vientos. Aires de amables perfumes de mañanas bellas en algunas oportunidades; o de ráfagas  salvajes en otras.

   El aire es el sueño de los seres pesados. En el ave que se remonta entre intangibles avenidas aéreas, los habitantes de la tierra quieta sueñan con el ojo que, libre, sobrevuela el suelo de las limitaciones y las angustias.

   Y dentro del aire, de una Torre de Aire Invisible, vive Merlín al final de su camino.

  La bella joven Vivianne lo ha hechizado y encarcelado en una prisión de aéreos contornos. Lo que puede leerse en la superficie de la leyenda es el cautiverio de Merlín. Pero, en una filigrana más honda, quizá puede advertirse lo contrario: la liberación más alta del druida de la saga artúrica.

   La meta suprema del sabio del bosque no es vivir entre los árboles sino dentro del aire. Y el aire puro es creado por los bosques. Y el bosque continua en el aire respirable que ha creado. Y, así, mediante el aire y su libre movimiento, los inmensos mares de árboles pueden propagarse hacia la cúpula celeste y todas las direcciones del espacio. Al seguir las ráfagas de aire, los caminos del viento, el bosque quiebra la inmovilidad de sus raíces. Y se eleva, y se ve desde la altura, a la que sólo el aire puede arribar.

   Y Merlín vive dentro del aire del bosque. Y el que está dentro del aire es quien intuye los secretos de la ubicuidad. El reino boscoso ocupa sola algunas tierras, proyecta sus sombras de madera sólo sobre algunas rocas y arroyos, sobre algunas hierbas y animales. Pero el aire baila, a un mismo tiempo, sobre todas las hebras de la superficie terrestre. Vivir dentro de la Torre de Aire Invisible es ser el aire que se expande a todos los lugares.  

    Merlín vive dentro del aire de la ubicuidad. Como ligereza, sutilidad aérea, puede propagarse hacia cada pliegue del único mundo. Es así la conciencia más plena, extensa, que ha encontrado su sabiduría en el claro, en el santuario dentro del bosque. Sutil conciencia aérea del sabio del bosque. Que, en el mediodía más intenso de su sabiduría, es la misteriosa energía vegetal que vive dentro del aire libre, conciente, capaz de rozar y percibir casa sitio del único anillo, el único mundo.

   Es Merlín, el sabio druida del bosque que, según la leyenda, aún habla a través del viento. El viento. El aire. Que susurra entre las ramas y hojas del Bosque de Brocéliande.



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